El impuesto mínimo global se perfila como una de las reformas más ambiciosas de las últimas décadas. Su implantación pretende redefinir las reglas del juego fiscal internacional, acabar con prácticas de erosión de la base imponible y garantizar justicia tributaria.
En este artículo analizamos a fondo su origen, mecanismos de aplicación, alcance, retos y perspectivas de futuro. A través de ejemplos concretos y datos clave, entenderás cómo afectará a multinacionales, Estados y economías.
La idea se gestó bajo el liderazgo conjunto de la OCDE y el G20, tras décadas de debate sobre la transferencia de beneficios y la deslocalización fiscal. En 2021 se acordó fijar una tasa impositiva mínima del 15% para grupos multinacionales con ingresos superiores a 750 millones de euros, con el fin de frenar la carrera a la baja entre jurisdicciones.
Este modelo surge como respuesta a la pérdida de recursos de las haciendas públicas, al detectar que grandes corporaciones desplazaban sus beneficios a paraísos fiscales, debilitando la capacidad de financiación de servicios esenciales.
Los impulsores del acuerdo persiguen varios fines simultáneos. En primer lugar, asegurar que las multinacionales aporten una carga fiscal equitativa en cada mercado donde operan, independientemente de la ubicación de su sede.
Además, se busca poner fin a la competencia fiscal entre jurisdicciones que ha incentivado reducciones concursivas de tipos corporativos. Con ello, se refuerza la cooperación internacional y se promueve la transparencia en los sistemas tributarios.
El cálculo del Tipo Efectivo de Gravamen (TEG) exige ajustar resultados contables y eliminar diferencias por partidas no recurrentes. Esta complejidad técnica requiere sistemas sólidos de información y coordinación entre autoridades.
El marco inclusivo de la OCDE/G20 reúne a 147 países, entre los que figuran la mayoría de la UE, Reino Unido, Canadá y varias naciones de América Latina como Argentina, Brasil, Chile y México.
Gracias a este amplio respaldo, el impuesto mínimo global aspira a convertirse en un estándar de tributación, limitando la capacidad de traslado de beneficios y fortaleciendo la confianza mutua entre Estados.
Se estima que la recaudación global podría aumentar de forma notable, aunque las cifras dependen de la rapidez en la implementación y la respuesta de las empresas.
Esta reforma además hace que los Estados tengan que replantear sus estrategias de competitividad, orientándolas hacia el valor añadido y la innovación, más allá de la atracción mediante reducciones impositivas.
El impuesto mínimo global enfrenta importantes desafíos. Primero, la enorme complejidad técnica y administrativa para calcular el TEG y coordinar ajustes contables. Los cálculos requieren armonizar criterios de reconocimiento de ingresos y gastos.
Otro riesgo es la doble imposición si no se logran acuerdos bilaterales que eviten solapamientos de gravámenes. Asimismo, la disparidad en el desarrollo de capacidades de control fiscal podría generar tensiones entre países más y menos avanzados.
España y la UE han incorporado la directiva europea que adapta las reglas GloBE al ordenamiento comunitario. En España se ha aprobado un impuesto complementario nacional, aplicable cuando la empresa matriz tributa en un país con carga inferior al 15%.
Se establecen umbrales de exclusión: ingresos anuales menores a 10 M€ o beneficios antes de impuestos inferiores a 1 M€. Además, se aplica un régimen transitorio para activos y pasivos por impuestos diferidos.
Para muchos expertos, este impuesto representa un verdadero nuevo paradigma en la fiscalidad internacional. Supera el enfoque tradicional de soberanía fiscal aislada en favor de una normativa coordinada.
Quedan por resolver la plena implementación, el seguimiento efectivo y la resolución de disputas. También se debate extender esta cooperación a impuestos digitales, transacciones financieras o instrumentos ambientales.
En definitiva, el impuesto mínimo global abre un capítulo innovador en la gobernanza tributaria internacional. Su éxito dependerá de la cooperación continua, la adaptabilidad de las empresas y la voluntad política de consolidar un sistema más justo y sostenible.
Referencias